Ya no sé sobre qué escribir. Se ha escrito sobre todo.
Sobre el molde de la cadera tan suave como una caricia, la danza de las muchachas bajo el sol de Fredonia, la camisa color naranja del hombre en el remolque, y el brillo de la virgencita en la mesa de noche.
Se ha escrito sobre todo.
Sobre el viaje turbulento entre la vida y la muerte, el color de los tallos de una flor naciente, las pestañas alargadas de un vistazo de amor, y las mejillas coloradas de una Lolita.
Se ha escrito sobre todo.
Sobre la fila de carros extendida por las calles en la ciudad, el hombre que acaba su vida viajando en el ajedrez del parque, a la que llaman puta pero sólo está en la esquina, y la playlist de algún aficionado a la vida. Sobre los fuegos artificiales en un cuarto de julio que nunca hemos vivido, la sonrisa amable de un desconocido en el tren, los olores producidos por la nostalgia de una recuerdo, y el reloj que marca las doce menos cuarto antes de un nuevo año. Se ha escrito sobre todo. Sobre mí, incluso. Y yo sigo escribiendo sobre nada, sobre ti, incluso.
Se ha escrito sobre todo, tanto, que casi parece que no se puede escribir sobre algo realmente.
martes, 25 de abril de 2017
domingo, 23 de abril de 2017
¿De qué color es Medellín?
En
un libro de Jorge Franco leí que Medellín es como una de esas matronas de
antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva. Yo pienso que acá los
hijos somos de colores. Los grises corremos el riesgo de perdernos en las
oleadas de calor correteando de improvisto en la ciudad, en cualquier momento
del año, y encontrarnos de nuevo, tiempo después, en esa misma ciudad que
parece expulsar rabias hechas lluvias, fríos horribles; acá somos muy débiles
cuando Medellín se pone pálida, como enferma, indiscutiblemente gris; cuando no
se divisan las montañas por causa de una neblina blanca y fantasmal sin
pretensiones de alejarse, duradera ; y nos paramos a desear el calorcito de
nuevo, añorando esa promesa de la primavera eterna que tanto nos han insistido
que somos. Pero los hijos grises de Medellín entienden que ella a veces nos
mete miedo estando así, y no está del todo mal que grite en truenos de vez en
cuando. Está bien el querer hacernos desaparecer las montañas con un manto
blanco anunciando el frío y la lluvia; sin las montañas nosotros estamos
perdidos, invisibles, porque no conocemos los llanos, acá todos somos picos verdes
y cielo, cielo y picos verdes, y nada más.
Las
montañas son una guía para nosotros, los hijos verdes de Medellín, que mientras
emprendemos el camino matutino podemos ver las guardianas esperándonos en cada
punto visible, nuestras guías, la muestra casi palpable de que seguimos vivos
acá. Las montañas son lo verde, lo vital para una ciudad tapizada con el tiempo
de color ladrillo, esos picos rozando con figuras intermitentes el horizonte
azulado, porque cada vez somos más hijos, y entre más hijos más espacio, y el
vientre de Medellín quizá no aguanta pa’ tanto. Quizá la hemos ido forzando al
espacio que no tiene, a la población que quizá no necesita. Medellín está atrapada
por dos brazos de montaña, así también lo decía Jorge Franco, como
encerrándonos, como diciéndonos acá se quedan mijitos, y nosotros le creemos, o
más bien le hacemos caso. Porque sin esas montañas, sin el verde acunándonos
contra el seno ¿Quiénes somos? ¿A qué madre pertenecemos?
Somos
hijos cerezados, purpúreos, amarillentos, rojizos, anaranjados; que caminamos
con el sentimiento en la mano sobre el asfalto que le hemos ido acomodando a
Medellín, todavía no estamos seguros si le gusta del todo o no; a mí me gusta
pensar que como toda mamá alcahueta nos deja vestirla, maquillarla, y decirle
cómo se ve más bonita; a Medellín le gustan los piropos, que le digan que la
primavera está en sus hijos y sus calles, que somos eternos, qué bonito ¿no?
Eternos, como nuestra madre. Cada uno de nosotros es casi todos los colores
juntos, porque acá nos acostumbramos a vernos entre las flores exhibidas en las
silletas, y en las latas de cerveza, en los cementerios, y en esa feria que se
dedica sólo a contemplar las flores.
He
escuchado mucho eso de que el encierro de esta ciudad mata. Yo siento que somos
nosotros los que acabamos con los sueños de estos brazos que abrazan ésta
ciudad. Medellín nos abraza, y nosotros nos esforzamos en quitárnosla de
encima, porque este encierro va a terminar matándonos algún día, si es que
primero no la matamos nosotros. Nos molesta, en ocasiones, ver todo desde este
hueco, desde éste pequeño punto del espacio, desde las vías pequeñísimas donde
ya no cabe un carro más, desde las horas pico interminables, desde la
congestión en el Metro, desde la contaminación que se acomoda y parece nunca
quererse ir, desde las motos que anuncian otra muerte, o desde los últimos
pisos de los edificios que gritan una penitencia.
Como
toda buena mamá Medellín nos quiere, pero también nos jala las orejas
diciéndonos que así no se hace, que calle esa boca, que delante de los vecinos
no se habla así. Es como una complicidad existente sólo en ésta ciudad que
abraza e ignora, que involucra pero echa. “Algo muy extraño nos sucede con
ella, porque a pesar del miedo que nos mete, de las ganas de largarnos que
todos alguna vez hemos tenido, a pesar de haberla matado muchas veces, Medellín
siempre termina ganando”; eso último también lo dijo Jorge Franco, y quizá es
cierto.
martes, 31 de enero de 2017
Noche de búhos
La oscuridad de la noche dolía.
El viento frío que se encarga de arrastrar las hojas secas. Yo me sentía arrastrar con ellas.
-¿A donde vas, bonita?
Esta vez se presentó como un hombre no tan alto, corpulento, de composición brusca. Su rostro mismo se sentía como un puñetazo en la cara.
No contesté. Seguí caminando.
-Ese vicio que tenés de llamar al Silencio -me espetó, igualándome el paso.
Intenté alejarme, pero como era de esperarse, me siguió. Se mofaba de mí a mis espaldas.
Era insoportable.
-¿Por qué no nos ahorras esto? -susurraba en tono suave, casi imperceptible -Libérate de mí.
Estaba cansada de su burla.
Enfurecí gritándole que liberarme era precisamente lo que trataba de hacer hace meses, pero Él siempre me agarraba más fuerte de las manos para que camináramos a la par, y cuando se cansaba, usaba mi espalda para que lo cargara, haciendo que lidiara con mí peso y el suyo al mismo tiempo.
El Pasado se reía de mí.
El viento frío que se encarga de arrastrar las hojas secas. Yo me sentía arrastrar con ellas.
-¿A donde vas, bonita?
Esta vez se presentó como un hombre no tan alto, corpulento, de composición brusca. Su rostro mismo se sentía como un puñetazo en la cara.
No contesté. Seguí caminando.
-Ese vicio que tenés de llamar al Silencio -me espetó, igualándome el paso.
Intenté alejarme, pero como era de esperarse, me siguió. Se mofaba de mí a mis espaldas.
Era insoportable.
-¿Por qué no nos ahorras esto? -susurraba en tono suave, casi imperceptible -Libérate de mí.
Estaba cansada de su burla.
Enfurecí gritándole que liberarme era precisamente lo que trataba de hacer hace meses, pero Él siempre me agarraba más fuerte de las manos para que camináramos a la par, y cuando se cansaba, usaba mi espalda para que lo cargara, haciendo que lidiara con mí peso y el suyo al mismo tiempo.
El Pasado se reía de mí.
***
Seguía a mis espaldas.
Recogí el valor para que mis manos atravesaran su pecho, hasta que sentí su corazón. Lo retorcí, fuerte, duro, hasta lo más profundo.
Fue ahí cuando me vi en Él.
Era yo la que sangraba.
sábado, 28 de enero de 2017
La muerte no viene por el pueblo.
El reloj marcó las seis menos cuarto.
No mi reloj, sino el que se posa desafiante en la cúpula de la iglesia del pueblo, la que se puede ver desde cualquier cuadra. Los turistas parecen sentirse cautivados por la estructura de sus columnas, pero cuando se lleva toda la vida mirando por la ventana y viendo cómo la cúpula parece culparte diario por tus pecados, no sientes ese mismo embelesamiento.
Hoy, mirarla me lleva a recordar los años que han pasado desde la última vez que alguien se murió en este condenado pueblo. Fue en la casa vecina, no fue muerte natural. La pendeja se suicidó en la bañera. El primer suicidio registrado en un pueblo que se echa la bendición antes y después de almorzar, donde se escuchan las campanadas de la iglesia cada mañana, cada tarde, y cada noche. El mismo pueblo donde casi que en cada esquina hay una tiendita llena de camándulas para venderle a los turistas que creen que encontrarán la salvación aquí.
Aquí.
Cinco años.
Todos creen que la pendeja trajo la maldición. Es un pueblo pequeño, pero no como para que abunde tanto vivo.
Las personas cada vez viven con más miedo de quedarse vivos para siempre. Los devotos temen cada vez con mas fuerza que no alcanzarán a rozar las puertas del cielo. A los padres de la pendeja les prohibieron la entrada a la iglesia, y escuchan el sermón del domingo a las afueras.
-¡Simón, vení bajá que ya está el almuerzo!
Desde el sucidio sólo he vivido un extraño placer por ver a las personas con el miedo entre las patas, ¿dónde está su Señor ahora?
Aquí la gente es idiota.
-Si no bajás ya se te va a infriar y no me vas a decir que te lo caliente después.
Desde la ventana, en este momento congelado, veo pasar las viejitas chismosas que siempre están detrás del culo del padre como si eso les asegurara un puesto fijo en el cielo.
Maldigo en silencio.
Maldito pueblo cerrado que parece construir muros por lo que hay más allá de la carretera principal. Maldito silencio en las calles de noche. Malditas las caras de siempre. Maldita la plaza, la iglesia, y las bicicletas. Maldito el olor a banano podrido que siempre hay los domingos después de la hora del mercado.
-¡Simón, ultima vez que te digo!
-¡Ay, mamá. Dejálo servido!
Y mientras sigo escuchándole la interminable cantaleta, me dirijo con paso lento hacia la bañera.
No mi reloj, sino el que se posa desafiante en la cúpula de la iglesia del pueblo, la que se puede ver desde cualquier cuadra. Los turistas parecen sentirse cautivados por la estructura de sus columnas, pero cuando se lleva toda la vida mirando por la ventana y viendo cómo la cúpula parece culparte diario por tus pecados, no sientes ese mismo embelesamiento.
Hoy, mirarla me lleva a recordar los años que han pasado desde la última vez que alguien se murió en este condenado pueblo. Fue en la casa vecina, no fue muerte natural. La pendeja se suicidó en la bañera. El primer suicidio registrado en un pueblo que se echa la bendición antes y después de almorzar, donde se escuchan las campanadas de la iglesia cada mañana, cada tarde, y cada noche. El mismo pueblo donde casi que en cada esquina hay una tiendita llena de camándulas para venderle a los turistas que creen que encontrarán la salvación aquí.
Aquí.
Cinco años.
Todos creen que la pendeja trajo la maldición. Es un pueblo pequeño, pero no como para que abunde tanto vivo.
Las personas cada vez viven con más miedo de quedarse vivos para siempre. Los devotos temen cada vez con mas fuerza que no alcanzarán a rozar las puertas del cielo. A los padres de la pendeja les prohibieron la entrada a la iglesia, y escuchan el sermón del domingo a las afueras.
-¡Simón, vení bajá que ya está el almuerzo!
Desde el sucidio sólo he vivido un extraño placer por ver a las personas con el miedo entre las patas, ¿dónde está su Señor ahora?
Aquí la gente es idiota.
-Si no bajás ya se te va a infriar y no me vas a decir que te lo caliente después.
Desde la ventana, en este momento congelado, veo pasar las viejitas chismosas que siempre están detrás del culo del padre como si eso les asegurara un puesto fijo en el cielo.
Maldigo en silencio.
Maldito pueblo cerrado que parece construir muros por lo que hay más allá de la carretera principal. Maldito silencio en las calles de noche. Malditas las caras de siempre. Maldita la plaza, la iglesia, y las bicicletas. Maldito el olor a banano podrido que siempre hay los domingos después de la hora del mercado.
-¡Simón, ultima vez que te digo!
-¡Ay, mamá. Dejálo servido!
Y mientras sigo escuchándole la interminable cantaleta, me dirijo con paso lento hacia la bañera.
Maldita la vida que no se detiene en este pueblo.
lunes, 17 de octubre de 2016
Después de ese olor.
Después
de ese olor, mi vida se descompuso.
***
Conocí a María hace dos meses
cuando comencé la carrera de Filosofía en la Universidad de Antioquia. Estaba
cursando, como yo, el primer semestre. Tenía delirios de querer acabar con el
mundo, quizá porque en muchas ocasiones sintió que el mundo quería acabar con
ella.
María olía a flores muertas.
En un par de ocasiones me dijo en
medio de una borrachera que la razón por la que se acercó a mi aquel primer día
a las ocho de la mañana después de terminar la clase que comenzaba a las seis,
fue porque yo cargaba una pinta muy inocente y eso la atrajo, porque según
ella, la mayoría de estudiantes de Filosofía eran medio pendejos, incluyéndola.
En los inicios del semestre me solía
reunir dos veces a la semana con María en el Jardín Botánico para terminar un
trabajo que quedamos hacer entre las dos, y que sería parte de nuestra entrega
final. En uno de esos días cuando llegué, había otras dos personas ahí que yo
no conocía personalmente, pero sí los había visto en la facultad. A pesar de la
distancia, me llegaba el olor de las flores muertas que desprendía María. Así
mismo identifiqué el olor a cañería que tenía la chicha rubia de cejas negras
que solía llegar siempre tarde a clase, y que siempre se sentaba en la parte de
atrás del salón a dormir más que a recibir clase.
Y ahí conocí a Tomás.
Antes de conocerlo María ya me
había hablado mucho de él. Sabía que estaba cursando el tercer semestre y que
ella ya lo conocía antes de entrar a la carrera. Repetía una y otra vez que tenía
una novia que era una puta con P de todo, y que ella nunca se la había podido
tragar.
–Igual yo no digo nada, porque
Tomás no es ningún santo tampoco –me aclaró ese día.
Cuando llegaba también percibí un
olor que los unía a los tres, y ese no era corporal. Marihuana. María me dijo
que me relajara, que así era como se concentraba mejor. Yo escribía todo lo que
me decía porque ponernos a discutir el trabajo juntas iba a ser una pérdida de
tiempo en el estado que se encontraba.
Nunca había estado tan cerca de Tomás
durante tanto tiempo, y me incomodaba. Desde ese día que nos sentamos en esa
manga, justo en frente del mariposario, creció una intensa curiosidad que me
conducía hacia Tomás. Su olor no tenía nombre, al menos no uno que yo pudiera
reconocer. Yo solía reconocer el de todas las personas, pero él no me dejaba
saberlo. No sabría decir a qué era, pero olía salvaje, fuerte. Entraba por mis
orificios nasales y mi cuerpo se estremecía como un huracán en las playas de la
Florida. Nunca había olido algo así.
Tomás tenía las pupilas dilatadas
y se quedaba minutos enteros mirándome a los ojos. No tenía expresión, sólo me
miraba. Y su rostro no me decía nada.
Al parecer, estaba condenada a que
nada me dijera nada de él.
Él entonces se convirtió en la
nada.
–Oiga, mijo – María le pegó en el
hombro –No me mire tanto la amiguita pues.
–No me joda, María.
***
Resultaba que todas las mujeres
de la facultad de segundo semestre en adelante, habían pasado de alguna u otra
forma por las garras de Tomás. María hablaba mucho de él cuando estaba
borracha, que era más o menos tres veces a la semana. Me hizo pensar que quizá
tanto hablar de él significaba algo, y un día no sé por qué, le pregunté si se
habían enrollado alguna vez.
–Cuando lo conocí, sí. –me dijo
mientras encendía un cigarrillo –pero sólo fue una noche que estábamos muy
prendos. Usted sabe que a mí no me gustan los parches de más de dos noches, y
además estaba también la noviecita esa de Tomás que me cae en el culo.
Asentí con la cabeza y rechacé el
cigarrillo que me tendió. Siempre lo hacía cada vez que fumaba, como cuando uno
destapa un paquete de papitas y le ofrece al de al lado porque es de mala
educación comer sólo. Así lo hacía María, con esa intención.
–La veo mirando mucho a Tomás.
–No.
–Sí, ¿qué le ve? No me diga que
le está empezando a gustar que yo ya le dije que él es un hijueputa.
– Yo sé, María.
– ¿Entonces?
–No sé, es que él no deja de
mirarme.
–No se preocupe, él mira todo lo
que tenga hueco.
No dije nada. Y como cada vez que
el silencio nos inundaba, me tendió el cigarrillo.
No sé por qué, pero esta vez sí
se lo recibí.
***
Si antes de empezar la
universidad alguien me hubiera dicho que una vida puede ser cambiada en dos
meses, lo hubiera tomado como un imposible.
En dos meses cruzar los pasillos
de la facultad significaba encontrarme a Tomás y que él me lanzara una de esas
miradas que me dicen todo lo que alcanzo a entender, y por eso, quedar más
desentendida que en un inicio. Yo lo atacaba también. Le decía con la mirada
qué era lo que quería, le exigía que me hablara, que me dijera por qué me
miraba tanto. Le exigía que se comunicara con algo más que las miradas, pero al
mismo tiempo sabía que era imposible que alguna vez su voz y la mía salieran
disparas en dirección al otro, porque en ese caso, nada se diría, y finalmente,
nada se entendería. Entonces seguíamos con las miradas furtivas, las coquetas,
las retadoras, las desnudas, las que reclamaban propiedad cuando él estaba
caminando por el pasillo con su novia, o porque algún tipo se me acercaba a
preguntarme algún dato perdido de clase. Nos reclamábamos propiedad, como
exigiéndonos lealtad invisible. Hablamos con un par de pupilas, las de él casi
siempre dilatadas. Las miradas, eran nuestra comunicación.
Pero después estaba su olor.
Después de ese olor nada existía.
No entendía su olor.
Siempre había entendido el de
todas las personas, pero de él no. Creí que después de un tiempo lo haría,
comprendería a qué huele. Así me sucede algunas veces, conozco a alguien y
percibo, o tardo quizá algunas semanas en hacerlo porque necesito conocerlo un
poco más. Pero con Tomás no puedo. Tomás no me deja saber qué es ese aroma que
desprende su aura invisible, pero se siente
Arrollador,
Salvaje,
Bravío,
Selvático,
Indomesticable,
y todos los sinónimos que se
conozcan. En dos meses suceden muchas cosas.
En dos meses de conocer a María
ya había consumido marihuana tres veces, y un equivalente a tres paquetes de
cigarrillos mentolados. Nunca quise nada que se inhalara por la nariz, pero me
gustaba la sensación del humo cuando lo tragaba, y el sabor a tabaco que
quedaba hecho restos en mi boca.
***
La mañana de ese miércoles María
había llegado a clase con una bolsita transparente en la que había una lámina
blanca con grabados de colores.
–Métase el primer viaje de su
vida, pero hágalo conmigo.
–No sé, María. A mí me da miedo
eso.
–Parce, yo le voy a cuidar el
viaje. No confía en mí, ¿o qué?
Y la mañana fue esa. Yo no solía
decirle que no a María. No porque ejerciera algún tipo de influencia poderosa
en mí, sino que hasta ahora las experiencias que había tenido por ella, habían
sido increíbles. Me gustaban.
Pero al paso de las horas de esa
mañana las cosas se pusieron muy extrañas. Los pasillos de la facultad estaban
vacíos, desiertos, caminaba mientras las sombras me acompañaban como esa vieja
cinta de Mickey Mouse perseguido por las calaveras en Halloween. El piso se
movía, y yo con él. Casi flotaba.
La ansiedad me estaba matando.
Quería un cigarrillo. María se me había perdido cuando nos evacuaron del salón
donde recibíamos la clase de Introducción a la Historia de la Filosofía porque
los capuchos habían salido a tirar papas bomba y todo se estaba volviendo medio
violento. En el estado en el que me encontraba, el ruido y la corredera de la
gente me hacía palpitar el corazón fuertísimo, lo sentía en mi pecho como una
vieja máquina humeante.
Mi cigarrillo.
El pasillo conducía al baño del
fondo del tercer piso de la facultad. Hace un par de horas que se supone que no
debía haber nadie en los bloques pero yo me escondí por miedo. Y tenía la
esperanza de que la vieja que olía a cañería estuviera como siempre atendiendo
su negocio de ventas ilegales de cigarrillos dentro de la universidad. El
negocio era en el baño.
Pero en el baño no estaba la
vieja.
En lugar de eso estaban sus ojos que
me miraron entre sorprendido y pícaro, acomodado en el murito de cemento que
estaba pegado contra la pared en frente de los lavabos y al lado de los
cubículos. Llevaba una camiseta roja, y con sus botas empantanadas dejó huellas
en el suelo, que yo las sentía caminar, y devolverse, caminar, y devolverse.
Se levantó. El suelo tembló, y me
pregunté si él lo sentía también. Di un
paso atrás, como un juego de acción y reacción. Él se rio.
–No te voy a violar ni nada.
Su vos se escuchaba ajena,
retumbando en todo el espacio. Miré el techo, las paredes, los espejos, todo se
tiñó del sonido de sus palabras. Yo no dije nada, no pude. Las palabras se
olvidaron de salir. O quizá no querían.
El espacio comenzaba a llenarse
del olor que desprendía Tomás. No sé si él lo notaba, pero lo sentía casi
palpitando entre mis fosas nasales. Quería tocarlo, pensando que si lo hacía su
olor se quedaría preciso entre mi piel también.
Di un paso adelante, y sonrío con
complacencia.
Me tendió una mano, como una
tregua. Vi su mano teñirse de purpura frente a mis ojos, pero no me importó. Lo
tenía muy cerca. Sólo en ese instante reparé que era muy alto, y sentía cómo su
olor brotaba con más fuerza que nunca hacia mí. Para mí. Casi sentía que me lo
tendía. Que me decía que era todo mío.
– ¿Vos cómo es que te llamás?
No tengo nombre en esta
situación.
Lo miré a los ojos a modo de
reclamo, y él se quedó mirándome también. No quería que me hablara abriendo la
boca, nuestro lenguaje nunca fue ese. Yo le tenía miedo a su voz, porque no
sentía que fuera de él. Me gustaba que me guiara por las conversaciones entre
pupilas, ya las habíamos tenido desde mucho antes. No teníamos miedo de ellas.
Y después estaba su olor. Después
de ese olor no había nada.
***
El cubículo era muy estrecho,
nuestras almas rugían tan fuerte que no cabíamos en ese espacio tan pequeño.
Era muy extraño. Por primera vez, en medio del éxtasis que me estremecía
tenerlo tan cerca, tocándome, seguía sin reconocer cual era ese olor que
emanaba su piel, pero esta vez pude verlo. Veía su olor flotando entre su piel
pálida. Entre los lunares de su brazo donde se marcaban las galaxias que nos aprisionaban
en nuestro propio desprendimiento del alma. El tacto furioso de sus manos contra
mis senos saturaban los tonos verdosos y amarillentos que salían volando de nuestro propio sudor, dónde esta vez su aroma y el mío cobraron un sentido
más fuerte, colisionando por la estancia que nuestros cuerpos cada vez sentían
más pequeña. Escuchaba, también, algunos susurros de su boca hacia mi oído,
pero nunca entendí lo que quería decir, tampoco quería saberlo. Hubo sangre en
mi boca, y en la suya. No sé de cual provenía la herida, pero los dos rasgábamos
nuestras bocas con salvajismo ridículo. Sus manos rozaron el contorno de mis
muslos, hasta obligarme a entrelazar las piernas en su tronco.
–Alguien entró.
Lo halé de la camiseta que tenía
puesta a medias, insistiéndole que cerrara la boca. Pero me apartó, haciendo
que mis pies de nuevo tocaran el suelo. Lo empujé con rabia, y se chocó contra
la puerta del cubículo, haciendo que de su pecho brotaran mariposas negras. Diminutas maripositas que salieron volando, destrozando la galaxia que el olor
y los colores habían formado ante mis ojos. No pasó mucho tiempo para que las
mariposas evolucionaran a murciélago, y derrumbaran mis entrañas hasta un
rincón contra la pared, donde todo se volvió negro.
***
–¡Vos qué hacés ahí! A ver,
levantáte del suelo – La voz de María retumbaba en mis oídos, pero la vista
seguía negra.
–Tomás, ¿Dónde está Tomás?
–¿De qué estás hablando?
–Tomás estaba aquí.
–No, parce. Tomás no está aquí. Tomás no vino hoy.
miércoles, 28 de septiembre de 2016
Escribir, para mí.
Escribir, para mí, es como caer justo encima del huesito de la alegría.
Lo descubrí mientras sucede lo mismo que siempre.
Estoy en un sendero tranquilo, con un brisa no muy fuerte, justa para saborear el gusto del rocío. El sol se esconde, no se siente el frío ni el calor, el clima está en ese punto perfecto en el cual no te preocupas si estás demasiado abrigado, o demasiado descubierto. Todo luce y se siente muy tranquilo, tanto, que casi parece ese lugar idílico del que todos hablan, -no tan así, pero me gusta exagerar- y al que todos esperan llegar.
Hasta que un tornado se divisa en ese punto en el que el cielo y la tierra se conectan, al que llaman horizonte. Es gris. Torrencial. Con mis instintos humanos en las puntas de mis pies corro lo más rápido que mi cuerpo desgarbado me lo permite en dirección contraria, pero él termina por alcanzarme. Y yo lo veo, antes de entrar. Yo lo veo, y lo siento. Siento el viento que quema mi rostro, y la sensación de que algo me arrastra hacia su centro. Y lo hace. Me agarra como si le perteneciera, y quizá sí, quizá le pertenezco. No veo mucho porque tengo miedo de que las basuras entren en mis ojos y los cierro. Pero siento cómo el viento frío y salvaje rasguña mi cuerpo. Y doy vueltas, muchas. Me mareo al inicio, pero después me dejo llevar, quizá aceptando que de ese modo voy a vivir de ahora en adelante. Y justo cuando me siento acostumbrar, me suelta. De repente, sin medidas. Me suelta y caigo. Y me duele, y me río.
Justo en el huesito de la alegría.
Lo descubrí mientras sucede lo mismo que siempre.
Estoy en un sendero tranquilo, con un brisa no muy fuerte, justa para saborear el gusto del rocío. El sol se esconde, no se siente el frío ni el calor, el clima está en ese punto perfecto en el cual no te preocupas si estás demasiado abrigado, o demasiado descubierto. Todo luce y se siente muy tranquilo, tanto, que casi parece ese lugar idílico del que todos hablan, -no tan así, pero me gusta exagerar- y al que todos esperan llegar.
Hasta que un tornado se divisa en ese punto en el que el cielo y la tierra se conectan, al que llaman horizonte. Es gris. Torrencial. Con mis instintos humanos en las puntas de mis pies corro lo más rápido que mi cuerpo desgarbado me lo permite en dirección contraria, pero él termina por alcanzarme. Y yo lo veo, antes de entrar. Yo lo veo, y lo siento. Siento el viento que quema mi rostro, y la sensación de que algo me arrastra hacia su centro. Y lo hace. Me agarra como si le perteneciera, y quizá sí, quizá le pertenezco. No veo mucho porque tengo miedo de que las basuras entren en mis ojos y los cierro. Pero siento cómo el viento frío y salvaje rasguña mi cuerpo. Y doy vueltas, muchas. Me mareo al inicio, pero después me dejo llevar, quizá aceptando que de ese modo voy a vivir de ahora en adelante. Y justo cuando me siento acostumbrar, me suelta. De repente, sin medidas. Me suelta y caigo. Y me duele, y me río.
Justo en el huesito de la alegría.
domingo, 11 de septiembre de 2016
Vomitas toda la noche, y te sabe a mierda.
Tocas fondo, sudas, ves negro porque aún sueñas. Tocas fondo. Un salto, y estás despierto. Te duele el estomago, y sientes que tu espalda da arcadas. Una arcada y te fastidia. Dos arcadas y te incorporas para saber qué pasa. Tercera arcada, corres al baño e instintivamente te tiras al piso para escupir el fluido que tu estomago rechaza. El color es café sucio, y huele a ácido. Te quedas sentado en el baño, pensando en lo que acaba de pasar, en qué fue lo que comiste la noche pasada, en lo que bebiste, en cómo te sientes, si tienes fiebre. Cualquier cosa. Entonces tu garganta arde fuerte, porque acabas de hacer que tus jugos gástricos la rocen. Vas rápidamente a la cocina y tomas agua para despejar el ardor. No funciona. El ardor se queda ahí, y parece que en cualquier momento tu garganta se va a incendiar. No importa. Es de madrugada. No vale la pena despertar a nadie para comentar lo que acabas de pasar. Como no soportas el sabor que tienes en la boca te cepillas los dientes. Aún sientes que tu estomago está mal, pero ya todo pasó. Ya vomitaste. Vuelves a la cama, esperando esta vez poder conciliar el sueño...
Y una arcada te despierta. Miras el celular, sólo ha pasado media hora desde que te quedaste dormido. Evalúas lo que sientes. Tu estomago te avisa que algo anda mal, y para ajustar, tu cabeza comienza a sentir chuzos insoportables que se clavan una y otra vez. Otra arcada. Esta vez no esperas más y te diriges al baño. Vomitas de nuevo, y como tenías la garganta irritada, esta vez te arde el doble. El mismo tono café. Entonces lloras porque no sabes qué pasa. Tu cuerpo te dice que hay algo que está mal, pero tu ni idea de qué podría ser. Justo unas horas atrás estabas tranquilo, sin ningún dolor ni ninguna muestra de enfermedad, y ahora estás en la madrugada tirado en el piso de tu baño, con la cara cerca al sanitario que te espera para que deseches los fluidos que tu cuerpo no quiere. Y lloras más fuerte, porque las arcadas siguen, pero ya no queda nada más para vomitar. Aunque tu garganta no pueda más del ardor, tú insistes porque no sabes qué es peor, si el ardor de tu garganta, o el ardor en el estomago. Y no incluyes el insoportable dolor de cabeza porque lo asumes como externo, como la falta de descanso de tu cuerpo.
Con el corazón latiendo muy fuerte te levantas y de nuevo para la cama con la esperanza de que este fastidioso episodio nocturno haya acabado. Pero tu corazón late muy rápido. Y las punzadas en tu cabeza continúan. Y tu estomago aún te dice que hay algo que no anda bien.
Entonces vas a la habitación y le susurras a tu madre lo que pasa. Y ella se despierta preocupada. Intentan de todo. No hay muestras de fiebre. Entonces deciden ir al medico.
Los hospitales de noche son una pesadilla. Supones encontrar un pasillo blanco y desierto, pero en cambio ves una sala llena de camillas cubiertas con una cortina para no ver lo que sufren las demás personas. Con el paso de unos minutos terminas ahí, recostado en una de esas camillas que te tachan como enfermo. Una doctora con ojeras más grandes de las que tu debes tener en ese momento se acerca y te hace un cuestionario general, luego pregunta qué te trae por aquí, como si fuera lo más casual del mundo. Le repites con un nudo en la garganta los sucesos que pasaste hace unas horas, y anota todo.
Una enfermera pasa a los minutos y te inyecta un suero que va a tardar un par de horas en meterse por completo en tu cuerpo. Estás deshidratado. Sudaste demasiado, y vomitaste demasiado. Tu cuerpo necesita de ese ridículo suero. Lloras en silencio un poco más mientras sientes el suero entrar, tu corazón sigue latiendo, y tu cabeza sigue martillando fuerte.
***
Despiertas.
Repasas con los ojos cerrados los sucesos, y recuerdas que estás en una sala de emergencia, que estás conectado a un suero, y ahora tu corazón parece latir con normalidad. A los minutos te encuentras con la cara de un médico diferente al que te atendió en primera estancia y comienza a hacerte un par de preguntas casuales. Tu respondes a todo preguntándote mentalmente a qué quiere llegar ese tipo.
Anota un par de cosas en la libreta y te receta un par de pastillas que aconseja que tomes. Luego te dice que tuviste un episodio de ansiedad -eso es lo que quiere decir, porque sus palabras técnicas pretender adornar todo para que no suene tan extremo- y te pregunta si ya te había pasado algo similar antes. Dices que no, que no de esa magnitud. Y las cosas se quedan así.
El suero termina de meterse por completo a tu cuerpo.
Pareces estar estable. Tu cabeza parece no doler.
Y en una mañana que parece de mentiras, te diriges de nuevo a tu casa, donde te espera una cama que parece ajena a lo que acabas de vivir.
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