Después
de ese olor, mi vida se descompuso.
***
Conocí a María hace dos meses
cuando comencé la carrera de Filosofía en la Universidad de Antioquia. Estaba
cursando, como yo, el primer semestre. Tenía delirios de querer acabar con el
mundo, quizá porque en muchas ocasiones sintió que el mundo quería acabar con
ella.
María olía a flores muertas.
En un par de ocasiones me dijo en
medio de una borrachera que la razón por la que se acercó a mi aquel primer día
a las ocho de la mañana después de terminar la clase que comenzaba a las seis,
fue porque yo cargaba una pinta muy inocente y eso la atrajo, porque según
ella, la mayoría de estudiantes de Filosofía eran medio pendejos, incluyéndola.
En los inicios del semestre me solía
reunir dos veces a la semana con María en el Jardín Botánico para terminar un
trabajo que quedamos hacer entre las dos, y que sería parte de nuestra entrega
final. En uno de esos días cuando llegué, había otras dos personas ahí que yo
no conocía personalmente, pero sí los había visto en la facultad. A pesar de la
distancia, me llegaba el olor de las flores muertas que desprendía María. Así
mismo identifiqué el olor a cañería que tenía la chicha rubia de cejas negras
que solía llegar siempre tarde a clase, y que siempre se sentaba en la parte de
atrás del salón a dormir más que a recibir clase.
Y ahí conocí a Tomás.
Antes de conocerlo María ya me
había hablado mucho de él. Sabía que estaba cursando el tercer semestre y que
ella ya lo conocía antes de entrar a la carrera. Repetía una y otra vez que tenía
una novia que era una puta con P de todo, y que ella nunca se la había podido
tragar.
–Igual yo no digo nada, porque
Tomás no es ningún santo tampoco –me aclaró ese día.
Cuando llegaba también percibí un
olor que los unía a los tres, y ese no era corporal. Marihuana. María me dijo
que me relajara, que así era como se concentraba mejor. Yo escribía todo lo que
me decía porque ponernos a discutir el trabajo juntas iba a ser una pérdida de
tiempo en el estado que se encontraba.
Nunca había estado tan cerca de Tomás
durante tanto tiempo, y me incomodaba. Desde ese día que nos sentamos en esa
manga, justo en frente del mariposario, creció una intensa curiosidad que me
conducía hacia Tomás. Su olor no tenía nombre, al menos no uno que yo pudiera
reconocer. Yo solía reconocer el de todas las personas, pero él no me dejaba
saberlo. No sabría decir a qué era, pero olía salvaje, fuerte. Entraba por mis
orificios nasales y mi cuerpo se estremecía como un huracán en las playas de la
Florida. Nunca había olido algo así.
Tomás tenía las pupilas dilatadas
y se quedaba minutos enteros mirándome a los ojos. No tenía expresión, sólo me
miraba. Y su rostro no me decía nada.
Al parecer, estaba condenada a que
nada me dijera nada de él.
Él entonces se convirtió en la
nada.
–Oiga, mijo – María le pegó en el
hombro –No me mire tanto la amiguita pues.
–No me joda, María.
***
Resultaba que todas las mujeres
de la facultad de segundo semestre en adelante, habían pasado de alguna u otra
forma por las garras de Tomás. María hablaba mucho de él cuando estaba
borracha, que era más o menos tres veces a la semana. Me hizo pensar que quizá
tanto hablar de él significaba algo, y un día no sé por qué, le pregunté si se
habían enrollado alguna vez.
–Cuando lo conocí, sí. –me dijo
mientras encendía un cigarrillo –pero sólo fue una noche que estábamos muy
prendos. Usted sabe que a mí no me gustan los parches de más de dos noches, y
además estaba también la noviecita esa de Tomás que me cae en el culo.
Asentí con la cabeza y rechacé el
cigarrillo que me tendió. Siempre lo hacía cada vez que fumaba, como cuando uno
destapa un paquete de papitas y le ofrece al de al lado porque es de mala
educación comer sólo. Así lo hacía María, con esa intención.
–La veo mirando mucho a Tomás.
–No.
–Sí, ¿qué le ve? No me diga que
le está empezando a gustar que yo ya le dije que él es un hijueputa.
– Yo sé, María.
– ¿Entonces?
–No sé, es que él no deja de
mirarme.
–No se preocupe, él mira todo lo
que tenga hueco.
No dije nada. Y como cada vez que
el silencio nos inundaba, me tendió el cigarrillo.
No sé por qué, pero esta vez sí
se lo recibí.
***
Si antes de empezar la
universidad alguien me hubiera dicho que una vida puede ser cambiada en dos
meses, lo hubiera tomado como un imposible.
En dos meses cruzar los pasillos
de la facultad significaba encontrarme a Tomás y que él me lanzara una de esas
miradas que me dicen todo lo que alcanzo a entender, y por eso, quedar más
desentendida que en un inicio. Yo lo atacaba también. Le decía con la mirada
qué era lo que quería, le exigía que me hablara, que me dijera por qué me
miraba tanto. Le exigía que se comunicara con algo más que las miradas, pero al
mismo tiempo sabía que era imposible que alguna vez su voz y la mía salieran
disparas en dirección al otro, porque en ese caso, nada se diría, y finalmente,
nada se entendería. Entonces seguíamos con las miradas furtivas, las coquetas,
las retadoras, las desnudas, las que reclamaban propiedad cuando él estaba
caminando por el pasillo con su novia, o porque algún tipo se me acercaba a
preguntarme algún dato perdido de clase. Nos reclamábamos propiedad, como
exigiéndonos lealtad invisible. Hablamos con un par de pupilas, las de él casi
siempre dilatadas. Las miradas, eran nuestra comunicación.
Pero después estaba su olor.
Después de ese olor nada existía.
No entendía su olor.
Siempre había entendido el de
todas las personas, pero de él no. Creí que después de un tiempo lo haría,
comprendería a qué huele. Así me sucede algunas veces, conozco a alguien y
percibo, o tardo quizá algunas semanas en hacerlo porque necesito conocerlo un
poco más. Pero con Tomás no puedo. Tomás no me deja saber qué es ese aroma que
desprende su aura invisible, pero se siente
Arrollador,
Salvaje,
Bravío,
Selvático,
Indomesticable,
y todos los sinónimos que se
conozcan. En dos meses suceden muchas cosas.
En dos meses de conocer a María
ya había consumido marihuana tres veces, y un equivalente a tres paquetes de
cigarrillos mentolados. Nunca quise nada que se inhalara por la nariz, pero me
gustaba la sensación del humo cuando lo tragaba, y el sabor a tabaco que
quedaba hecho restos en mi boca.
***
La mañana de ese miércoles María
había llegado a clase con una bolsita transparente en la que había una lámina
blanca con grabados de colores.
–Métase el primer viaje de su
vida, pero hágalo conmigo.
–No sé, María. A mí me da miedo
eso.
–Parce, yo le voy a cuidar el
viaje. No confía en mí, ¿o qué?
Y la mañana fue esa. Yo no solía
decirle que no a María. No porque ejerciera algún tipo de influencia poderosa
en mí, sino que hasta ahora las experiencias que había tenido por ella, habían
sido increíbles. Me gustaban.
Pero al paso de las horas de esa
mañana las cosas se pusieron muy extrañas. Los pasillos de la facultad estaban
vacíos, desiertos, caminaba mientras las sombras me acompañaban como esa vieja
cinta de Mickey Mouse perseguido por las calaveras en Halloween. El piso se
movía, y yo con él. Casi flotaba.
La ansiedad me estaba matando.
Quería un cigarrillo. María se me había perdido cuando nos evacuaron del salón
donde recibíamos la clase de Introducción a la Historia de la Filosofía porque
los capuchos habían salido a tirar papas bomba y todo se estaba volviendo medio
violento. En el estado en el que me encontraba, el ruido y la corredera de la
gente me hacía palpitar el corazón fuertísimo, lo sentía en mi pecho como una
vieja máquina humeante.
Mi cigarrillo.
El pasillo conducía al baño del
fondo del tercer piso de la facultad. Hace un par de horas que se supone que no
debía haber nadie en los bloques pero yo me escondí por miedo. Y tenía la
esperanza de que la vieja que olía a cañería estuviera como siempre atendiendo
su negocio de ventas ilegales de cigarrillos dentro de la universidad. El
negocio era en el baño.
Pero en el baño no estaba la
vieja.
En lugar de eso estaban sus ojos que
me miraron entre sorprendido y pícaro, acomodado en el murito de cemento que
estaba pegado contra la pared en frente de los lavabos y al lado de los
cubículos. Llevaba una camiseta roja, y con sus botas empantanadas dejó huellas
en el suelo, que yo las sentía caminar, y devolverse, caminar, y devolverse.
Se levantó. El suelo tembló, y me
pregunté si él lo sentía también. Di un
paso atrás, como un juego de acción y reacción. Él se rio.
–No te voy a violar ni nada.
Su vos se escuchaba ajena,
retumbando en todo el espacio. Miré el techo, las paredes, los espejos, todo se
tiñó del sonido de sus palabras. Yo no dije nada, no pude. Las palabras se
olvidaron de salir. O quizá no querían.
El espacio comenzaba a llenarse
del olor que desprendía Tomás. No sé si él lo notaba, pero lo sentía casi
palpitando entre mis fosas nasales. Quería tocarlo, pensando que si lo hacía su
olor se quedaría preciso entre mi piel también.
Di un paso adelante, y sonrío con
complacencia.
Me tendió una mano, como una
tregua. Vi su mano teñirse de purpura frente a mis ojos, pero no me importó. Lo
tenía muy cerca. Sólo en ese instante reparé que era muy alto, y sentía cómo su
olor brotaba con más fuerza que nunca hacia mí. Para mí. Casi sentía que me lo
tendía. Que me decía que era todo mío.
– ¿Vos cómo es que te llamás?
No tengo nombre en esta
situación.
Lo miré a los ojos a modo de
reclamo, y él se quedó mirándome también. No quería que me hablara abriendo la
boca, nuestro lenguaje nunca fue ese. Yo le tenía miedo a su voz, porque no
sentía que fuera de él. Me gustaba que me guiara por las conversaciones entre
pupilas, ya las habíamos tenido desde mucho antes. No teníamos miedo de ellas.
Y después estaba su olor. Después
de ese olor no había nada.
***
El cubículo era muy estrecho,
nuestras almas rugían tan fuerte que no cabíamos en ese espacio tan pequeño.
Era muy extraño. Por primera vez, en medio del éxtasis que me estremecía
tenerlo tan cerca, tocándome, seguía sin reconocer cual era ese olor que
emanaba su piel, pero esta vez pude verlo. Veía su olor flotando entre su piel
pálida. Entre los lunares de su brazo donde se marcaban las galaxias que nos aprisionaban
en nuestro propio desprendimiento del alma. El tacto furioso de sus manos contra
mis senos saturaban los tonos verdosos y amarillentos que salían volando de nuestro propio sudor, dónde esta vez su aroma y el mío cobraron un sentido
más fuerte, colisionando por la estancia que nuestros cuerpos cada vez sentían
más pequeña. Escuchaba, también, algunos susurros de su boca hacia mi oído,
pero nunca entendí lo que quería decir, tampoco quería saberlo. Hubo sangre en
mi boca, y en la suya. No sé de cual provenía la herida, pero los dos rasgábamos
nuestras bocas con salvajismo ridículo. Sus manos rozaron el contorno de mis
muslos, hasta obligarme a entrelazar las piernas en su tronco.
–Alguien entró.
Lo halé de la camiseta que tenía
puesta a medias, insistiéndole que cerrara la boca. Pero me apartó, haciendo
que mis pies de nuevo tocaran el suelo. Lo empujé con rabia, y se chocó contra
la puerta del cubículo, haciendo que de su pecho brotaran mariposas negras. Diminutas maripositas que salieron volando, destrozando la galaxia que el olor
y los colores habían formado ante mis ojos. No pasó mucho tiempo para que las
mariposas evolucionaran a murciélago, y derrumbaran mis entrañas hasta un
rincón contra la pared, donde todo se volvió negro.
***
–¡Vos qué hacés ahí! A ver,
levantáte del suelo – La voz de María retumbaba en mis oídos, pero la vista
seguía negra.
–Tomás, ¿Dónde está Tomás?
–¿De qué estás hablando?
–Tomás estaba aquí.
–No, parce. Tomás no está aquí. Tomás no vino hoy.
INCREÍBLE.
ResponderEliminarINCREÍBLE.
ResponderEliminarWOW, sos una genia!!!! me encanto. <3
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarSólo aromas y olores nos persiguen con los recuerdos presentes, que nos llevan a vivir intensamente un solo segundo, tan solo un segundo...
ResponderEliminarLo amé
ResponderEliminarLo amé
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