lunes, 17 de octubre de 2016

Después de ese olor.



Después de ese olor, mi vida se descompuso.

***

Conocí a María hace dos meses cuando comencé la carrera de Filosofía en la Universidad de Antioquia. Estaba cursando, como yo, el primer semestre. Tenía delirios de querer acabar con el mundo, quizá porque en muchas ocasiones sintió que el mundo quería acabar con ella.
María olía a flores muertas.
En un par de ocasiones me dijo en medio de una borrachera que la razón por la que se acercó a mi aquel primer día a las ocho de la mañana después de terminar la clase que comenzaba a las seis, fue porque yo cargaba una pinta muy inocente y eso la atrajo, porque según ella, la mayoría de estudiantes de Filosofía eran medio pendejos, incluyéndola.
En los inicios del semestre me solía reunir dos veces a la semana con María en el Jardín Botánico para terminar un trabajo que quedamos hacer entre las dos, y que sería parte de nuestra entrega final. En uno de esos días cuando llegué, había otras dos personas ahí que yo no conocía personalmente, pero sí los había visto en la facultad. A pesar de la distancia, me llegaba el olor de las flores muertas que desprendía María. Así mismo identifiqué el olor a cañería que tenía la chicha rubia de cejas negras que solía llegar siempre tarde a clase, y que siempre se sentaba en la parte de atrás del salón a dormir más que a recibir clase.
Y ahí conocí a Tomás.
Antes de conocerlo María ya me había hablado mucho de él. Sabía que estaba cursando el tercer semestre y que ella ya lo conocía antes de entrar a la carrera. Repetía una y otra vez que tenía una novia que era una puta con P de todo, y que ella nunca se la había podido tragar.
–Igual yo no digo nada, porque Tomás no es ningún santo tampoco –me aclaró ese día.
Cuando llegaba también percibí un olor que los unía a los tres, y ese no era corporal. Marihuana. María me dijo que me relajara, que así era como se concentraba mejor. Yo escribía todo lo que me decía porque ponernos a discutir el trabajo juntas iba a ser una pérdida de tiempo en el estado que se encontraba.
Nunca había estado tan cerca de Tomás durante tanto tiempo, y me incomodaba. Desde ese día que nos sentamos en esa manga, justo en frente del mariposario, creció una intensa curiosidad que me conducía hacia Tomás. Su olor no tenía nombre, al menos no uno que yo pudiera reconocer. Yo solía reconocer el de todas las personas, pero él no me dejaba saberlo. No sabría decir a qué era, pero olía salvaje, fuerte. Entraba por mis orificios nasales y mi cuerpo se estremecía como un huracán en las playas de la Florida. Nunca había olido algo así.
Tomás tenía las pupilas dilatadas y se quedaba minutos enteros mirándome a los ojos. No tenía expresión, sólo me miraba. Y su rostro no me decía nada.
Al parecer, estaba condenada a que nada me dijera nada de él.
Él entonces se convirtió en la nada.
–Oiga, mijo – María le pegó en el hombro –No me mire tanto la amiguita pues.
–No me joda, María.

***

Resultaba que todas las mujeres de la facultad de segundo semestre en adelante, habían pasado de alguna u otra forma por las garras de Tomás. María hablaba mucho de él cuando estaba borracha, que era más o menos tres veces a la semana. Me hizo pensar que quizá tanto hablar de él significaba algo, y un día no sé por qué, le pregunté si se habían enrollado alguna vez.
–Cuando lo conocí, sí. –me dijo mientras encendía un cigarrillo –pero sólo fue una noche que estábamos muy prendos. Usted sabe que a mí no me gustan los parches de más de dos noches, y además estaba también la noviecita esa de Tomás que me cae en el culo.
Asentí con la cabeza y rechacé el cigarrillo que me tendió. Siempre lo hacía cada vez que fumaba, como cuando uno destapa un paquete de papitas y le ofrece al de al lado porque es de mala educación comer sólo. Así lo hacía María, con esa intención.
–La veo mirando mucho a Tomás.
–No.
–Sí, ¿qué le ve? No me diga que le está empezando a gustar que yo ya le dije que él es un hijueputa.
– Yo sé, María.
– ¿Entonces?
–No sé, es que él no deja de mirarme.
–No se preocupe, él mira todo lo que tenga hueco.
No dije nada. Y como cada vez que el silencio nos inundaba, me tendió el cigarrillo.
No sé por qué, pero esta vez sí se lo recibí.

***

Si antes de empezar la universidad alguien me hubiera dicho que una vida puede ser cambiada en dos meses, lo hubiera tomado como un imposible.
En dos meses cruzar los pasillos de la facultad significaba encontrarme a Tomás y que él me lanzara una de esas miradas que me dicen todo lo que alcanzo a entender, y por eso, quedar más desentendida que en un inicio. Yo lo atacaba también. Le decía con la mirada qué era lo que quería, le exigía que me hablara, que me dijera por qué me miraba tanto. Le exigía que se comunicara con algo más que las miradas, pero al mismo tiempo sabía que era imposible que alguna vez su voz y la mía salieran disparas en dirección al otro, porque en ese caso, nada se diría, y finalmente, nada se entendería. Entonces seguíamos con las miradas furtivas, las coquetas, las retadoras, las desnudas, las que reclamaban propiedad cuando él estaba caminando por el pasillo con su novia, o porque algún tipo se me acercaba a preguntarme algún dato perdido de clase. Nos reclamábamos propiedad, como exigiéndonos lealtad invisible. Hablamos con un par de pupilas, las de él casi siempre dilatadas. Las miradas, eran nuestra comunicación.
Pero después estaba su olor. Después de ese olor nada existía.
No entendía su olor.
Siempre había entendido el de todas las personas, pero de él no. Creí que después de un tiempo lo haría, comprendería a qué huele. Así me sucede algunas veces, conozco a alguien y percibo, o tardo quizá algunas semanas en hacerlo porque necesito conocerlo un poco más. Pero con Tomás no puedo. Tomás no me deja saber qué es ese aroma que desprende su aura invisible, pero se siente
Arrollador,
                Salvaje,
                            Bravío,
                                       Selvático,
                                                    Indomesticable,
y todos los sinónimos que se conozcan. En dos meses suceden muchas cosas.
En dos meses de conocer a María ya había consumido marihuana tres veces, y un equivalente a tres paquetes de cigarrillos mentolados. Nunca quise nada que se inhalara por la nariz, pero me gustaba la sensación del humo cuando lo tragaba, y el sabor a tabaco que quedaba hecho restos en mi boca.

***

La mañana de ese miércoles María había llegado a clase con una bolsita transparente en la que había una lámina blanca con grabados de colores.
–Métase el primer viaje de su vida, pero hágalo conmigo.
–No sé, María. A mí me da miedo eso.
–Parce, yo le voy a cuidar el viaje. No confía en mí, ¿o qué?
Y la mañana fue esa. Yo no solía decirle que no a María. No porque ejerciera algún tipo de influencia poderosa en mí, sino que hasta ahora las experiencias que había tenido por ella, habían sido increíbles. Me gustaban.
Pero al paso de las horas de esa mañana las cosas se pusieron muy extrañas. Los pasillos de la facultad estaban vacíos, desiertos, caminaba mientras las sombras me acompañaban como esa vieja cinta de Mickey Mouse perseguido por las calaveras en Halloween. El piso se movía, y yo con él. Casi flotaba.
La ansiedad me estaba matando. Quería un cigarrillo. María se me había perdido cuando nos evacuaron del salón donde recibíamos la clase de Introducción a la Historia de la Filosofía porque los capuchos habían salido a tirar papas bomba y todo se estaba volviendo medio violento. En el estado en el que me encontraba, el ruido y la corredera de la gente me hacía palpitar el corazón fuertísimo, lo sentía en mi pecho como una vieja máquina humeante.
Mi cigarrillo.
El pasillo conducía al baño del fondo del tercer piso de la facultad. Hace un par de horas que se supone que no debía haber nadie en los bloques pero yo me escondí por miedo. Y tenía la esperanza de que la vieja que olía a cañería estuviera como siempre atendiendo su negocio de ventas ilegales de cigarrillos dentro de la universidad. El negocio era en el baño.
Pero en el baño no estaba la vieja.
En lugar de eso estaban sus ojos que me miraron entre sorprendido y pícaro, acomodado en el murito de cemento que estaba pegado contra la pared en frente de los lavabos y al lado de los cubículos. Llevaba una camiseta roja, y con sus botas empantanadas dejó huellas en el suelo, que yo las sentía caminar, y devolverse, caminar, y devolverse.
Se levantó. El suelo tembló, y me pregunté si él lo sentía también.  Di un paso atrás, como un juego de acción y reacción. Él se rio.
–No te voy a violar ni nada.
Su vos se escuchaba ajena, retumbando en todo el espacio. Miré el techo, las paredes, los espejos, todo se tiñó del sonido de sus palabras. Yo no dije nada, no pude. Las palabras se olvidaron de salir. O quizá no querían.
El espacio comenzaba a llenarse del olor que desprendía Tomás. No sé si él lo notaba, pero lo sentía casi palpitando entre mis fosas nasales. Quería tocarlo, pensando que si lo hacía su olor se quedaría preciso entre mi piel también.
Di un paso adelante, y sonrío con complacencia.
Me tendió una mano, como una tregua. Vi su mano teñirse de purpura frente a mis ojos, pero no me importó. Lo tenía muy cerca. Sólo en ese instante reparé que era muy alto, y sentía cómo su olor brotaba con más fuerza que nunca hacia mí. Para mí. Casi sentía que me lo tendía. Que me decía que era todo mío.
– ¿Vos cómo es que te llamás?
No tengo nombre en esta situación.
Lo miré a los ojos a modo de reclamo, y él se quedó mirándome también. No quería que me hablara abriendo la boca, nuestro lenguaje nunca fue ese. Yo le tenía miedo a su voz, porque no sentía que fuera de él. Me gustaba que me guiara por las conversaciones entre pupilas, ya las habíamos tenido desde mucho antes. No teníamos miedo de ellas.
Y después estaba su olor. Después de ese olor no había nada.

***

El cubículo era muy estrecho, nuestras almas rugían tan fuerte que no cabíamos en ese espacio tan pequeño. Era muy extraño. Por primera vez, en medio del éxtasis que me estremecía tenerlo tan cerca, tocándome, seguía sin reconocer cual era ese olor que emanaba su piel, pero esta vez pude verlo. Veía su olor flotando entre su piel pálida. Entre los lunares de su brazo donde se marcaban las galaxias que nos aprisionaban en nuestro propio desprendimiento del alma. El tacto furioso de sus manos contra mis senos saturaban los tonos verdosos y amarillentos que salían volando de nuestro propio sudor, dónde esta vez su aroma y el mío cobraron un sentido más fuerte, colisionando por la estancia que nuestros cuerpos cada vez sentían más pequeña. Escuchaba, también, algunos susurros de su boca hacia mi oído, pero nunca entendí lo que quería decir, tampoco quería saberlo. Hubo sangre en mi boca, y en la suya. No sé de cual provenía la herida, pero los dos rasgábamos nuestras bocas con salvajismo ridículo. Sus manos rozaron el contorno de mis muslos, hasta obligarme a entrelazar las piernas en su tronco.
–Alguien entró.
Lo halé de la camiseta que tenía puesta a medias, insistiéndole que cerrara la boca. Pero me apartó, haciendo que mis pies de nuevo tocaran el suelo. Lo empujé con rabia, y se chocó contra la puerta del cubículo, haciendo que de su pecho brotaran mariposas negras. Diminutas maripositas que salieron volando, destrozando la galaxia que el olor y los colores habían formado ante mis ojos. No pasó mucho tiempo para que las mariposas evolucionaran a murciélago, y derrumbaran mis entrañas hasta un rincón contra la pared, donde todo se volvió negro.

***

–¡Vos qué hacés ahí! A ver, levantáte del suelo – La voz de María retumbaba en mis oídos, pero la vista seguía negra.
–Tomás, ¿Dónde está Tomás?
–¿De qué estás hablando?
–Tomás estaba aquí.
–No, parce. Tomás no está aquí. Tomás no vino hoy. 


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