sábado, 28 de enero de 2017

La muerte no viene por el pueblo.

El reloj marcó las seis menos cuarto.
No mi reloj, sino el que se posa desafiante en la cúpula de la iglesia del pueblo, la que se puede ver desde cualquier cuadra. Los turistas parecen sentirse cautivados por la estructura de sus columnas, pero cuando se lleva toda la vida mirando por la ventana y viendo cómo la cúpula parece culparte diario por tus pecados, no sientes ese mismo embelesamiento.

Hoy, mirarla me lleva a recordar los años que han pasado desde la última vez que alguien se murió en este condenado pueblo. Fue en la casa vecina, no fue muerte natural. La pendeja se suicidó en la bañera. El primer suicidio registrado en un pueblo que se echa la bendición antes y después de almorzar, donde se escuchan las campanadas de la iglesia cada mañana, cada tarde, y cada noche. El mismo pueblo donde casi que en cada esquina hay una tiendita llena de camándulas para venderle a los turistas que creen que encontrarán la salvación aquí.
Aquí.
Cinco años.
Todos creen que la pendeja trajo la maldición. Es un pueblo pequeño, pero no como para que abunde tanto vivo.
Las personas cada vez viven con más miedo de quedarse vivos para siempre. Los devotos temen cada vez con mas fuerza que no alcanzarán a rozar las puertas del cielo. A los padres de la pendeja les prohibieron la entrada a la iglesia, y escuchan el sermón del domingo a las afueras.

-¡Simón, vení bajá que ya está el almuerzo!

Desde el sucidio sólo he vivido un extraño placer por ver a las personas con el miedo entre las patas, ¿dónde está su Señor ahora?
Aquí la gente es idiota.

-Si no bajás ya se te va a infriar y no me vas a decir que te lo caliente después.

Desde la ventana, en este momento congelado, veo pasar las viejitas chismosas que siempre están detrás del culo del padre como si eso les asegurara un puesto fijo en el cielo.
Maldigo en silencio.
Maldito pueblo cerrado que parece construir muros por lo que hay más allá de la carretera principal. Maldito silencio en las calles de noche. Malditas las caras de siempre. Maldita la plaza, la iglesia, y las bicicletas. Maldito el olor a banano podrido que siempre hay los domingos después de la hora del mercado.

-¡Simón, ultima vez que te digo!
-¡Ay, mamá. Dejálo servido!

Y mientras sigo escuchándole la interminable cantaleta, me dirijo con paso lento hacia la bañera.
Maldita la vida que no se detiene en este pueblo. 

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