miércoles, 28 de septiembre de 2016

Escribir, para mí.

Escribir, para mí, es como caer justo encima del huesito de la alegría.

Lo descubrí mientras sucede lo mismo que siempre.
Estoy en un sendero tranquilo, con un brisa no muy fuerte, justa para saborear el gusto del rocío. El sol se esconde, no se siente el frío ni el calor, el clima está en ese punto perfecto en el cual no te preocupas si estás demasiado abrigado, o demasiado descubierto. Todo luce y se siente muy tranquilo, tanto, que casi parece ese lugar idílico del que todos hablan, -no tan así, pero me gusta exagerar- y al que todos esperan llegar.
Hasta que un tornado se divisa en ese punto en el que el cielo y la tierra se conectan, al que llaman horizonte. Es gris. Torrencial. Con mis instintos humanos en las puntas de mis pies corro lo más rápido que mi cuerpo desgarbado me lo permite en dirección contraria, pero él termina por alcanzarme. Y yo lo veo, antes de entrar. Yo lo veo, y lo siento. Siento el viento que quema mi rostro, y la sensación de que algo me arrastra hacia su centro. Y lo hace. Me agarra como si le perteneciera, y quizá sí, quizá le pertenezco. No veo mucho porque tengo miedo de que las basuras entren en mis ojos y los cierro. Pero siento cómo el viento frío y salvaje rasguña mi cuerpo. Y doy vueltas, muchas. Me mareo al inicio, pero después me dejo llevar, quizá aceptando que de ese modo voy a vivir de ahora en adelante. Y justo cuando me siento acostumbrar, me suelta. De repente, sin medidas. Me suelta y caigo. Y me duele, y me río.

Justo en el huesito de la alegría.


domingo, 11 de septiembre de 2016

Vomitas toda la noche, y te sabe a mierda.
Tocas fondo, sudas, ves negro porque aún sueñas. Tocas fondo. Un salto, y estás despierto. Te duele el estomago, y sientes que tu espalda da arcadas. Una arcada y te fastidia. Dos arcadas y te incorporas para saber qué pasa. Tercera arcada, corres al baño e instintivamente te tiras al piso para escupir el fluido que tu estomago rechaza. El color es café sucio, y huele a ácido. Te quedas sentado en el baño, pensando en lo que acaba de pasar, en qué fue lo que comiste la noche pasada, en lo que bebiste, en cómo te sientes, si tienes fiebre. Cualquier cosa. Entonces tu garganta arde fuerte, porque acabas de hacer que tus jugos gástricos la rocen. Vas rápidamente a la cocina y tomas agua para despejar el ardor. No funciona. El ardor se queda ahí, y parece que en cualquier momento tu garganta se va a incendiar. No importa. Es de madrugada. No vale la pena despertar a nadie para comentar lo que acabas de pasar. Como no soportas el sabor que tienes en la boca te cepillas los dientes. Aún sientes que tu estomago está mal, pero ya todo pasó. Ya vomitaste. Vuelves a la cama, esperando esta vez poder conciliar el sueño...

Y una arcada te despierta. Miras el celular, sólo ha pasado media hora desde que te quedaste dormido. Evalúas lo que sientes. Tu estomago te avisa que algo anda mal, y para ajustar, tu cabeza comienza a sentir chuzos insoportables que se clavan una y otra vez. Otra arcada. Esta vez no esperas más y te diriges al baño. Vomitas de nuevo, y como tenías la garganta irritada, esta vez te arde el doble. El mismo tono café. Entonces lloras porque no sabes qué pasa. Tu cuerpo te dice que hay algo que está mal, pero tu ni idea de qué podría ser. Justo unas horas atrás estabas tranquilo, sin ningún dolor ni ninguna muestra de enfermedad, y ahora estás en la madrugada tirado en el piso de tu baño, con la cara cerca al sanitario que te espera para que deseches los fluidos que tu cuerpo no quiere. Y lloras más fuerte, porque las arcadas siguen, pero ya no queda nada más para vomitar. Aunque tu garganta no pueda más del ardor, tú insistes porque no sabes qué es peor, si el ardor de tu garganta, o el ardor en el estomago. Y no incluyes el insoportable dolor de cabeza porque lo asumes como externo, como la falta de descanso de tu cuerpo. 
Con el corazón latiendo muy fuerte te levantas y de nuevo para la cama con la esperanza de que este fastidioso episodio nocturno haya acabado. Pero tu corazón late muy rápido. Y las punzadas en tu cabeza continúan. Y tu estomago aún te dice que hay algo que no anda bien.

Entonces vas a la habitación y le susurras a tu madre lo que pasa. Y ella se despierta preocupada. Intentan de todo. No hay muestras de fiebre. Entonces deciden ir al medico.

Los hospitales de noche son una pesadilla. Supones encontrar un pasillo blanco y desierto, pero en cambio ves una sala llena de camillas cubiertas con una cortina para no ver lo que sufren las demás personas. Con el paso de unos minutos terminas ahí, recostado en una de esas camillas que te tachan como enfermo. Una doctora con ojeras más grandes de las que tu debes tener en ese momento se acerca y te hace un cuestionario general, luego pregunta qué te trae por aquí, como si fuera lo más casual del mundo. Le repites con un nudo en la garganta los sucesos que pasaste hace unas horas, y anota todo. 
Una enfermera pasa a los minutos y te inyecta un suero que va a tardar un par de horas en meterse por completo en tu cuerpo. Estás deshidratado. Sudaste demasiado, y vomitaste demasiado. Tu cuerpo necesita de ese ridículo suero. Lloras en silencio un poco más mientras sientes el suero entrar, tu corazón sigue latiendo, y tu cabeza sigue martillando fuerte.

***

Despiertas. 
Repasas con los ojos cerrados los sucesos, y recuerdas que estás en una sala de emergencia, que estás conectado a un suero, y ahora tu corazón parece latir con normalidad. A los minutos te encuentras con la cara de un médico diferente al que te atendió en primera estancia y comienza a hacerte un par de preguntas casuales. Tu respondes a todo preguntándote mentalmente a qué quiere llegar ese tipo. 
Anota un par de cosas en la libreta y te receta un par de pastillas que aconseja que tomes. Luego te dice que tuviste un episodio de ansiedad -eso es lo que quiere decir, porque sus palabras técnicas pretender adornar todo para que no suene tan extremo- y te pregunta si ya te había pasado algo similar antes. Dices que no, que no de esa magnitud. Y las cosas se quedan así.
El suero termina de meterse por completo a tu cuerpo.
Pareces estar estable. Tu cabeza parece no doler.
Y en una mañana que parece de mentiras, te diriges de nuevo a tu casa, donde te espera una cama que parece ajena a lo que acabas de vivir.


jueves, 8 de septiembre de 2016

-Perdón.
-Tranquilo
-Es que mis brazos son un poco torpe a veces.
-Sí, los míos suelen serlo también.

...

-Sobre todo cuando estoy nervioso.
Me quito los audífonos.
-¿Cómo?
-Sobre todo cuando estoy nervioso.
-¿Cuándo estás nervioso, qué?
Se ríe. Y mi torpeza me hace reír, también.
-Es que soy muy lenta, y estoy muy distraída.
-Sí.Eso he notado.
-No nos conocemos.
-Pero te he visto por las mesas al frente del 6.
-Ah, bueno. Pero no nos conocemos.
-No. Pero siempre mantenés la mirada perdida.
-Sí, es el déficit de atención.
-Yo creí que te preocupaba algo.
-¿Por qué?
-Porque mantenés con cara de preocupación.
-Mhmm, perdón.
No sabía ni siquiera por qué me disculpaba. Estaba mareada.

...

-¿Qué te preocupa?
-Nada.
-Pues que suerte la que tenés entonces, que nada te preocupa.
-Bueno, sí. Obvio que algo me preocupa. A todos nos preocupa algo. Pero no es algo que una va corriendo y diciendo a voces.
-Sí, tenés razón.

...

-Es que tu cara a veces se siente triste.
-Hace mucho que no me decían eso.

...

-Aquí me bajo. Que te vaya bien.
No le respondo.