viernes, 5 de agosto de 2016

Hogar en letras.

Caminé doce cuadras para llegar a casa. Ya estaba de noche, pero la ciudad aún no dormía. Era viernes. Las personas apenas estaban desempolvando su odiosa semana para lustrarse las ganas de darle la bienvenida a un festivo. Yo odio los días festivos.
Metí la llave en el cerrojo, y la vi esperándome en las escalas.
Comencé a pensar. Quizá podría encontrarle un espacio. Quizá Juan ni lo notaría. Quizá el perro se la comería y eliminaría su existencia, como pasó con la última que traje a casa.
Me lancé sobre ella y la metí con cuidado en mi bolso. Seguí subiendo las escalas hasta que me encontré con el 501 que marcaba el número de nuestro apartamento. Supe que Juan estaba ahí incluso antes de abrir la puerta. El perro tenía una odiosa costumbre de golpear con la cola las patas de la mesa de la cocina mientras Juan cocinaba, así que se escuchaban unos leves golpecitos.
-Llegaste tarde. –me dijo él.
-No sabía que había hora de llegada.
Caminé por el pasillo rápidamente y me encerré en el baño. Descargué el bolso en el suelo y la saqué.
-Val, ¿qué estás haciendo? -escuché golpes en la puerta, y luego un intento de abrirla.
-Estoy en el baño.
-Yo sé que estás en el baño, ¿pero por qué te encerrás?
Guardé silencio, pensando en qué haría. La miré y casi sentí que ella me miró a mí.
-No me digás que trajiste más letras. –escuché el tono de decepción en el timbre de su voz.
No respondí. Esa era la mejor respuesta para él. Le abrí la puerta y dejé que viera la vergonzosa escena. Vi cómo sus ojos se entrecerraban. Cuando recién lo conocí creí que era un rasgo de enojo, pero en este momento sabía que realmente estaba analizando, y pensando qué iba a decir.
Lo escuché lanzar un suspiro.
-Recógela.
Como una niña hice caso y la agarré con cuidado. Juan volvió a la cocina y yo me dirigí a mi estudio. Abrí los ojos cuando me di cuenta que las letras casi parecían inundar la estancia. Estaban en las paredes, en el mueble, plantadas entre el techo, se filtraban entre los retratos, y en las caratulas de los discos. Estaban por todos lados. Hace un par de semanas cuando se comenzaron a ver estrechas se pasaron entre las páginas de los libros, haciendo que las historias que ya estaban plasmadas allí, perdieran del todo el sentido.
Casi no encontré espacio para caminar. No quería pisarlas. Anduve con cuidado hasta que la dejé para que se uniera con las demás.
Alargué la mano como pude hasta la estantería cerca al tocadiscos. Saqué el álbum recopilatorio de Hey Jude, y justo como estaba esperando, las letras agarraron el compás. Se filtraron por todas partes. Rozando cada rincón de la habitación. Era un escenario ridículamente hermoso. Incluso las sentía escabullirse entre mi cuerpo... don't make it bad, take a sad song and make it better... eran mundos en colisión. Almas. Vidas. Y entre este alboroto silencioso pude ver que quizá las letras querían otros mundos, y se sentían prisioneras en estas cuatro paredes... you have found her, now go and get her... quizá querían estar en la punta de la lengua de un futuro escritor, o de algún poeta que quiere conquistar su musa. Y yo las tenía aquí, encerradas, retenidas ... Remember to let her under your skin, then you'll begind and make it better...
Entre el remolino danzante que se había formado casi me sentí volar hasta la ventana. Y la abrí.
Entre el coro de Paul las vi largarse y perderse entre la noche. Las sentí acariciarme los hombros, y rozar mi cabello. Las sentí quererme antes de que se fueran. Todas. Y cada una.

***

Cuando la última letra se despidió, el tocadiscos cesó su música.
Di media vuelta y me lo encontré envuelto entre la penumbra. Incluso en la oscuridad veía su sonrisa pícara. Entendí el mensaje. Y agradecí el orgullo reflejado en sus ojos.
-La comida está lista. –me dijo. 


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