Ya no sé sobre qué escribir. Se ha escrito sobre todo.
Sobre el molde de la cadera tan suave como una caricia, la danza de las muchachas bajo el sol de Fredonia, la camisa color naranja del hombre en el remolque, y el brillo de la virgencita en la mesa de noche.
Se ha escrito sobre todo.
Sobre el viaje turbulento entre la vida y la muerte, el color de los tallos de una flor naciente, las pestañas alargadas de un vistazo de amor, y las mejillas coloradas de una Lolita.
Se ha escrito sobre todo.
Sobre la fila de carros extendida por las calles en la ciudad, el hombre que acaba su vida viajando en el ajedrez del parque, a la que llaman puta pero sólo está en la esquina, y la playlist de algún aficionado a la vida. Sobre los fuegos artificiales en un cuarto de julio que nunca hemos vivido, la sonrisa amable de un desconocido en el tren, los olores producidos por la nostalgia de una recuerdo, y el reloj que marca las doce menos cuarto antes de un nuevo año. Se ha escrito sobre todo. Sobre mí, incluso. Y yo sigo escribiendo sobre nada, sobre ti, incluso.
Se ha escrito sobre todo, tanto, que casi parece que no se puede escribir sobre algo realmente.
martes, 25 de abril de 2017
domingo, 23 de abril de 2017
¿De qué color es Medellín?
En
un libro de Jorge Franco leí que Medellín es como una de esas matronas de
antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva. Yo pienso que acá los
hijos somos de colores. Los grises corremos el riesgo de perdernos en las
oleadas de calor correteando de improvisto en la ciudad, en cualquier momento
del año, y encontrarnos de nuevo, tiempo después, en esa misma ciudad que
parece expulsar rabias hechas lluvias, fríos horribles; acá somos muy débiles
cuando Medellín se pone pálida, como enferma, indiscutiblemente gris; cuando no
se divisan las montañas por causa de una neblina blanca y fantasmal sin
pretensiones de alejarse, duradera ; y nos paramos a desear el calorcito de
nuevo, añorando esa promesa de la primavera eterna que tanto nos han insistido
que somos. Pero los hijos grises de Medellín entienden que ella a veces nos
mete miedo estando así, y no está del todo mal que grite en truenos de vez en
cuando. Está bien el querer hacernos desaparecer las montañas con un manto
blanco anunciando el frío y la lluvia; sin las montañas nosotros estamos
perdidos, invisibles, porque no conocemos los llanos, acá todos somos picos verdes
y cielo, cielo y picos verdes, y nada más.
Las
montañas son una guía para nosotros, los hijos verdes de Medellín, que mientras
emprendemos el camino matutino podemos ver las guardianas esperándonos en cada
punto visible, nuestras guías, la muestra casi palpable de que seguimos vivos
acá. Las montañas son lo verde, lo vital para una ciudad tapizada con el tiempo
de color ladrillo, esos picos rozando con figuras intermitentes el horizonte
azulado, porque cada vez somos más hijos, y entre más hijos más espacio, y el
vientre de Medellín quizá no aguanta pa’ tanto. Quizá la hemos ido forzando al
espacio que no tiene, a la población que quizá no necesita. Medellín está atrapada
por dos brazos de montaña, así también lo decía Jorge Franco, como
encerrándonos, como diciéndonos acá se quedan mijitos, y nosotros le creemos, o
más bien le hacemos caso. Porque sin esas montañas, sin el verde acunándonos
contra el seno ¿Quiénes somos? ¿A qué madre pertenecemos?
Somos
hijos cerezados, purpúreos, amarillentos, rojizos, anaranjados; que caminamos
con el sentimiento en la mano sobre el asfalto que le hemos ido acomodando a
Medellín, todavía no estamos seguros si le gusta del todo o no; a mí me gusta
pensar que como toda mamá alcahueta nos deja vestirla, maquillarla, y decirle
cómo se ve más bonita; a Medellín le gustan los piropos, que le digan que la
primavera está en sus hijos y sus calles, que somos eternos, qué bonito ¿no?
Eternos, como nuestra madre. Cada uno de nosotros es casi todos los colores
juntos, porque acá nos acostumbramos a vernos entre las flores exhibidas en las
silletas, y en las latas de cerveza, en los cementerios, y en esa feria que se
dedica sólo a contemplar las flores.
He
escuchado mucho eso de que el encierro de esta ciudad mata. Yo siento que somos
nosotros los que acabamos con los sueños de estos brazos que abrazan ésta
ciudad. Medellín nos abraza, y nosotros nos esforzamos en quitárnosla de
encima, porque este encierro va a terminar matándonos algún día, si es que
primero no la matamos nosotros. Nos molesta, en ocasiones, ver todo desde este
hueco, desde éste pequeño punto del espacio, desde las vías pequeñísimas donde
ya no cabe un carro más, desde las horas pico interminables, desde la
congestión en el Metro, desde la contaminación que se acomoda y parece nunca
quererse ir, desde las motos que anuncian otra muerte, o desde los últimos
pisos de los edificios que gritan una penitencia.
Como
toda buena mamá Medellín nos quiere, pero también nos jala las orejas
diciéndonos que así no se hace, que calle esa boca, que delante de los vecinos
no se habla así. Es como una complicidad existente sólo en ésta ciudad que
abraza e ignora, que involucra pero echa. “Algo muy extraño nos sucede con
ella, porque a pesar del miedo que nos mete, de las ganas de largarnos que
todos alguna vez hemos tenido, a pesar de haberla matado muchas veces, Medellín
siempre termina ganando”; eso último también lo dijo Jorge Franco, y quizá es
cierto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)